martes, 21 de octubre de 2008

¡Ahora sí! Capítulo 1




1 Talaro


Esta es la historia de cómo Tálaro, un joven y apuesto cerdito, derrotó al malvado mago Tristónido y libero a su pueblo del mal.

Tálaro era un cerdito normal y corriente. Como todos los cerditos, tenía orejas triangulares, un hocico chato y simpático, y una cola enroscada junto a las posaderas. Pero por lo que más destacaba era por su mirada. No era la mirada vacía de un animal de granja, ni la mirada extrávica de un pez. La mirada de Talaro tenía un brillo especial. Un leve destello de inteligencia y buenos sentimientos.

Talaro vivía junto al Porquión, el río más importante de nación cerda, en las afueras de Porquiópolis, la ciudad más importante de todo el reino porcino.
Su pocilga no era ni la más grande ni la más lujosa, pero siempre estaba ordenada. Junto a la puerta, que miraba a la carretera que salía de la ciudad, había puesto un recipiente dónde los viandantes podían tirar sus sobras y desperdicios. De ésta manera, Talaro nunca pasaba hambre.

Además la carretera era un continuo ir y venir de gente. Talaro disfrutaba recostándose en el porche a curiosear a los múltiples mercaderes, turistas o simples vagabundos que entraban y salían de la urbe... Y la verdad es que cada día había más viajeros.
Años atrás, la carretera había sido poco más que un terruño pisoteado, pero en los últimos tiempos, el rey cerdo había llevado a cabo una serie de reformas económicas en el país que transformaron la capital del reino en una gran urbe y el viejo camino en toda una autopista porcina. Aunque las cosas habían mejorado, la gente rumoreaba que tras las reformas del rey estaba la mano de su consejero real, Tristónido, un misterioso hechicero de origen desconocido que había llegado a la corte apenas un año atrás, y que pronto desataría una ola de terror y sangre sobre toda la nación. Pero no adelantemos acontecimientos y volvamos con Tálaro.


La mañana había transcurrido plácidamente. Se había levantado, había tomado un baño de lodo y había comprobado la papelera, donde alguien había tenido la bondad de dejar media aceituna, una manzana mordisqueada y un trozo de tokke parcialmente babeado.
Tras comer con apetito los excelsos manjares, se tumbó a contemplar el tráfico. Dejó que la suave luz del sol calentase su hocico y relajó los músculos.
Ya adormecido por el monótono sonido de las diligencias y los carros, su mirada vagó por la marabunta de gente hasta que reparó en una cerdita de mejillas sonrosadas que, con paso presuroso, se dirigía hacia la ciudad con una cesta sujeta entre las pezuñitas.
Como el instinto reproductor es fuerte en un cerdo, y en la naturaleza prima la llamada de la cópula, Talaro se levantó presuroso y siguió a la cerdita desde una distancia prudencial. Su mente era un hervidero de técnicas de seducción y galantería; pensó lo que le diría, cómo gesticularía… y entonces reparó en lo indecentemente desaliñado que estaba.
Talaro nunca había sido un tipo presumido, pero si su objetivo del día era copular tendría que conseguir una indumentaria más adecuada. Seamos sinceros, unos pantalones viejos que le había robado a un indigente, rotos por el final de la pernera y sujetos por una cuerda, no eran la mejor vestimenta para conquistar a una cerda. Tenía que hacer algo, y lo tenía que hacer ya.

A pocos pasos de él, un cerdo enorme, con una barriga de proporciones bíblicas, caminaba pesadamente en la misma dirección que la pareja. Talaro, que era un cerdo de moral firme, no podía robar a otra persona, así que cuando los dos chocaron y la cartera del gordo terminó en el bolsillo de Talaro,se felicitó por haber ayudado desinteresadamente a otro ciudadano con su equipaje.

El trayecto duró apenas quince minutos desde que Talaro ayudara a aquel cerdo obeso con su pesada carga. Una vez transcurridos, empezó a vislumbrar los imponentes torreones de la amurallada Porquiópolis:
Toneladas y toneladas de barritas energéticas se apilaban para crear una muralla defensiva que, con ayuda del puente levadizo, aislaba y protegía la capital del reino en caso de ataque, llegada de la noche o inspección de hacienda.
Apenas se había maravillado unos segundos cuando le llegó a las fosas nasales el olor tan familiar de la ciudad, aquella mezcla de jamón curado, excrementos, sudor y colonia barata que tanto conocía.

Miro nervioso a un lado y a otro, aceleró el paso y cruzo rápido el portón de entrada. En sus pequeños segundos de distracción casi había perdido a la cerdita de sus sueños. Maldiciéndose por tal despiste, reanudo la marcha a escasos metros de su amada. Pero la capacidad de abstracción de un cerdo es grande, y apenas había dado un paso cuando comenzó a imaginar como sería su primera cita. Tan ensimismado caminaba, que no advirtió que al final de la calle, en una pronunciada cuesta, un carro se había soltado de su tiro y se precipitaba frenéticamente calle abajo.
A pesar de ello, Talaro imaginó como sería el día que le pidiese matrimonio. Tal era la emoción del cerdito, que tampoco advirtió que en la vertiginosa caída del carro, ya había atropellado a cuatro viandantes, a un policía y a dos testigos de Jehová.
Ignorando los aullidos de dolor de los heridos, Talaro recreó en su imaginación la noche de bodas. Tanta felicidad hizo que no reparase en que su amada, aterrorizada por la vorágine de muerte y destrucción causada por el armatoste, se había quedado petrificada en mitad de la calzada.
Sólo salió de su ensueño cuando el carro, tras atropellar a la cerdita y esparcir sus restos por toda la calle, pasó bufando a su lado para estrellarse contra el muro del más importante local de ambiente de la ciudad.

Talaro se quedó unos segundos quieto, sin moverse, abrumado por las emociones y por las lágrimas que pugnaban por brotar. A su alrededor los objetos dejaron de tener forma, los sonidos dejaron de ser perceptibles y el hedor dio paso a un vacío sin olor.
Se había quedado solo.

Tálaro, de todas maneras, era un cerdito práctico. Con la muchedumbre arremolinada en torno a los cadáveres, unos desvalijándoles, otros tocándolos con un palito y todos riendo alborozados, consideró que no merecía la pena quedarse ahí llorando. A fin de cuentas tenía dinero y estaba en la capital del país; no era mala idea comprar un pantalón nuevo, tomarse una buena cerveza o cenar como Dios manda. El día no estaba saliendo tan mal, después de todo.